Capítulo 6. Chile:el Paraíso.
Por Rodríguez Couceiro.
En la época que viví en Chile, me tocó ver la última fase
de un paraíso y la descomposición paulatina de una sociedad, de un país,
ejemplar a lo largo de tres años, de 1983 a 1985. La gente de ese país fue la más cariñosa,
acogedora y amable del mundo por mí conocido (países todos latinoamericanos,
hispanoamericanos).
El primer “vistazo” de Chile me recordó una referencia a
ese país hecha por un novelista de Centro Europa al evocar a Chile: “Un país
asomado al océano Pacífico que, como el Jacinto,
se quedó enamorado de sí mismo viéndose reflejado en el espejo del mar, tal era
su belleza”. Esta imagen, muy certera,
me vino a la imaginación pese a que no me acordaba del nombre del novelista,
ni de su nacionalidad. Recuerdo solo que el autor se había refugiado en Chile
huyendo de la segunda guerra mundial, que destruía a su país y a otros vecinos
de Centro Europa: Rumanía, Hungría, Polonia, Alemania…
En efecto, Chile era en aquel momento un país que habría
que proteger para que no se contaminase
con el resto del mundo. La ONU debería haberlo designado “país protegido de la
humanidad”, como hace con ciertas ciudades y regiones.
El Chile que yo conocí, nada más llegar, era un país entrañable
en el que convivían de manera natural
los partidos y los dirigentes de izquierda con los de derecha. Era normal
encontrar en la misma mesa de un restaurante a un senador del partido comunista
comiendo con otro del partido Nacional,de algo más que de derecha.
En Chile podías hacer amigos, prácticamente sin salir de
casa. Acudían a ti en cuanto sabían que había llagado un extranjero. “Si vas
para Chile”, la canción popular tan conocida como el himno nacional, es un
canto al recién llegado. “… y verás cómo
quieren en Chile/ al amigo cuando es forastero…”, dicen unos versos de la
canción.
Yo llegué en un
momento muy crítico: meses antes de que se celebrasen unas elecciones
presidenciales, que ganaría el candidato de la izquierda (una coalición de
partidos que tenían como núcleo principal al partido Socialista y al partido
Comunista) denominada “Izquierda Unida”
Pero el clima político se enrarecía a medida que se
acercaba el día de las elecciones. Políticos
hasta ayer amigos se volvían mortales enemigos. El país
que era probablemente el más pacífico del mundo en lo político, comenzó a
radicalizarse hasta el punto de que un comando de derecha extrema asesinó al
comandante en Jefe del Ejército, General René Schnaider.
La victoria electoral del candidato de la Unidad Popular,
Salvador Allende, del partido Socialista, produjo una inmensa conmoción. Era la
cuarta vez que Allende se presentaba como
candidato de la izquierda. Su
triunfo provocó una inmensa conmoción en la sociedad chilena, que de pronto
pareció olvidar su tradicional convivencia política en paz. Como consecuencia de la publicidad hecha durante
toda la campaña por la derecha, pareciera que los chilenos hubiesen olvidado su
tradicional convivencia política.
La “Campaña del Terror” introducida por los partidos
de derecha en todos los medios de información (diarios, emisoras de radio y canales
de televisión) había penetrado en la conciencia de los chilenos. Hasta puntos
increíbles: Así se contaba que al día siguiente de la elección, el 5 de septiembre
de 1970, diversos empresarios salieron
del país por temor a que les expropiasen
sus propiedades. Se dijo que uno de esos empresarios estaba en el aeropuerto de
Pudahuel esperando tomar un avión para España, y le dio las llaves de su fábrica textil al administrador, diciendo: “Ahí están la llaves de la empresa. Dáselas a los obreros y que se las
metan en el culo”.
Casos similares contaban otros testigos, yo me las creí, tal era el ambiente que se
respiraba en la ciudad de Santiago. Comenzaba la lucha de clases,
un laboratorio perfecto para un
político o un analista político, como mi amigo Joan Garcés, un valenciano muy
amigo de Salvador Allende, a quién asesoró durante su gobierno.
Por la ciudad empezaron a oírse disparos espaciados. En
mi oficina, situada en la céntrica calle
Huérfanos, se oía todas los días, a la caída de la tarde, un disparo. Al que
respondían cuatro o cinco, que sonaban como un ruido agudo como si impactasen
en una campana.
Frente a mi oficina se encontraba la plaza de Armas con
la Catedral Metropolitana y otra iglesia.
A fuerza de escuchar los disparos a la caída de la
tarde llegamos a la conclusión que debía haber algún militante de izquierda
escondido en las torres de la Catedral o en las de la capilla próxima y que a una determinada hora, hacía algún
disparo contra alguna de los lugares en
los que había instalaciones militares, a
la que hostigaba todos los días.
Un día no sonó el disparo del miliciano, ni la repuesta de los militares, por lo que
supusimos que el primero debió ser abatido.
Con una pared acristalada que daba a la calle, suponíamos
que la oficina de Efe era un objetivo fácil para alguien que quisiera disparar
contra nosotros en la noche y con la luz encendida. Y nos movíamos con mucho
cuidado por ella.
Hasta que una tarde penetró una bala por la cristalera y
fue a impactar en una pared. Hasta aquí todo bien, pero se dio la circunstancia
de que muy cerca, a un palmo como mucho, estaba la cabeza de Eduardo Pérez
Iribarne, un sacerdote jesuita al que le gustaba mucho el periodismo, y que
colaboraba con mi agencia.Afortunadamente Eduardo salió indemne.
(seguirá).