A partir del suceso de mi detención y liberación los acontecimientos se desarrollaron con relativa normalidad.
Argentina y Chile se prepararon para una
guerra, que afortunadamente se suspendería en el último minuto. Estos dos países,
que comparten una frontera de más de 5.000 kilómetros, siempre se miraron con
cierta desconfianza, en virtud de sus largos límites, con incidentes menores a
propósito de las fronteras.
Sin embargo persistía un viejo diferendo en el extremo sur del continente.
En el Canal Beagle por la propiedad y la soberanía de unas pequeñas islas: Nueva, Pictom y Lennox y un rosario de
islitas que las rodeaban.
Pues bien, por la soberanía de ese escaso territorio insular,
Argentina Chile estuvieron a punto de ir
a la guerra. Se hacían ejercicios de oscurecimiento, en las ciudades para
“escapar“ a los posibles bombardeos del enemigo, se hacían minuciosos controles
de personas para evitar la actividad de los posibles espías, y otros más o menos similares. Unos pasos que conducían, inexorablemente, a
la guerra.
Hubo un último intento de los gobiernos de Santiago y Buenos
Aires de llegar a un acuerdo pacífico y
recurrieron a la mediación del Vaticano, en noviembre de 1984. El Cardenal Antonio Samoré fue destinado por el Papa Juan Pablo II como
mediador entre los dos países.
EL día 29 de noviembre de
1984 decidimos en mi agencia darnos una cena de fin año. Y fuimos a comer a un
chiringuito llamado “Hijos de Siero y Noreña” asturiano, famoso por sus
fabadas. Era a la vez la sede social de los descendientes de los asturianos
inmigrados al país.
Al día siguiente me
enteré de que poco antes de las doce horas de la noche anterior, las tropas de
los dos países habían recibido la orden de suspender el comienzo de las operaciones, previstas
para la medianoche. EL Vaticano había logrado que los dos países firmasen el “Tratado
de Paz y Amistad” que ponía fin a tensión bélica entre Argentina y Chile.
Las gestiones del Cardenal Antonio Samoré habían logrado salvar a Chile y Argentina de una guerra que
se presumía que habría de ser muy cruel y sangrienta. También me había salvado
a mí de una mancha negra en mi expediente profesional. El comienzo de la guerra me hubiera cogido a
mí y a todo mi brillante equipo en una cena muy festiva y en la posterior ronda
de copas, totalmente ajenos a nuestra obligación de pasar las noticias tan
pronto como sucedían.
Días después fuimos Vicky y yo por última vez al “Viejo almacén” a
escuchar tango, y especialmente al gran Edmundo Rivero que, como siempre,
cantaba y reinaba en la vieja catedral del tango de Buenos Aires, cerca del
barrio de La Boca .
Ya nos habíamos hecho a la idea de que teníamos que poner fin a
nuestro periplo latinoamericano.
Teníamos que abandonar Argentina después
de nueve años, toda una vida. Y emprender el camino del regreso pasando por
Brasil, mi nuevo destino.
En Argentina habíamos
pasado los momentos más alegres y más tristes (trágicos) de nuestra vida. En
Buenos Aires habían nacido tres de mis seis hijos. Y habíamos perdido a uno,
Albertito, de poco más de dos años de edad, ahogado el día tal
del cual en la piscina de casa.
Albertito había nacido en Santiago de Chile. EL dolor más desgarrador que una persona puede experimentar.
Yo no podía aceptar que la desaparición de mi hijo menor era “para
siempre”- Que frase tan brutal, inhumana, era ese “para siempre”- No volver a
verlo “Jamás”. Eso es lo más brutal de la muerte. En mi desesperación invoqué a
Dios y al Diablo, No obtuve respuesta. Nadie contestó: su desaparición era
“para siempre”-
En Buenos Aires habíamos tenido a nuestros mejores amigos, Jaime
Valdés y Máxima, su mujer. ChiIenos, él era Agregado de Prensa de la
embajada de Chile en Argentina. Moriría
años después, En su Chile, a causa de una leucemia.
En Rio de Janeiro estuvimos
residiendo menos de un año, una estancia precaria ya que me barruntaba que
pronto regresaríamos a Madrid, a casa.
Una tarde, poco después de haber almorzado, recibí una llamada
telefónica de Madrid. Era Coral, la secretaria del Presiente de la Agencia, el
gran Luis María Anson, a quien había aprendido a respetar, a admirar
y a querer.
Anson me dijo que ya había
tenido mucho tiempo de carrera en América (de 1968 a 1982) Que era hora de ir pensando en regresar. Y que
había pensado en mí para nombrarme Director de Internacional de la Agencia. Era un ascenso que yo,
raramente, pensaba que podría ocupar. Disimulé mi sorpresa y mi contento y
acepté, naturalmente. Iba a sustituir a José Luis García Gallego, un hombre muy
respetado y muy querido por su redacción. Y por mí. Era muy,
muy amigo mío, a quien quería como a mi padre.
En mi cargo de Director de Internacional pasé toda clase de
vicisitudes. Fui también en ese tiempo Director de Mercado Exterior (ventas) y
por segunda vez director (corresponsal) de las delegaciones en México y en
Argentina.
Por cierto durante nuestra segunda estancia en México, tuvimos la
oportunidad de ejercer de padrinos de la hija de Carlos Ferreira y Malena, con
quienes habíamos convenido, 15 años antes, ser padrinos mutuos, ellos de mi
hijo José Antonio, que nació en México, y nosotros de su hija, Anita. Que
grandes amigos, los Ferreira, que habían esperado quince años a que nosotros
volviéramos a México para bautizar a su hija.
Tras nuestro segundo paso por México y Argentina regresamos
ya, definitivamente a Madrid. Era 1982 y
aquel año se celebraron elecciones generales que ganaría Felipe González. La victoria de los socialistas nos hizo
presumir a todos los integrantes de Efe que a Luis María Anson le quedaba poco
tiempo como Presidente de la Agencia.
Efectivamente fue así: el nuevo gobierno decidió sustituirlo por Ricardo Utrilla, un hombre que no me fue
simpático.
En la última reunión de directores que tuvimos con Luis María
Ansón, antes de su relevo, me dijo algo que me sorprendió muchísimo y me llenó
de gratitud para con el rey Juan Carlos.
Dirigiéndose a mí, Ansón dijo:
-Ahora que ya nos despedimos, quiero decirle Coceiro, algo que
ignora. Es a Su Majestad el Rey, don
Juan Carlos, a quien debe su libertad en
Argentina. Yo en cuanto supe de su detención me dirigí a él pidiéndole su
intersección ante los miembros de la
Junta de Argentina. EL habló con el Almirante Emilio Masera, y por eso fue
liberado usted.
FIN.