Cuando llevaba tres años en Chile (en 1986) desde Madrid decidieron trasladarme a Buenos Aires como Delegado o
jefe de la oficina. Recibí la noticia con enorme
satisfacción. Argentina era la principal
delegación de América, junto con Estados Unidos y México. Encontré un país tan
sofisticado como complejo.
Me fui con
mucha pena por dejar Chile, un pueblo muy querido que se me había hecho entrañable
y partí para Buenos Aires.
Las
cosas se habían vuelto radicalmente complejas en Santiago. Tras el golpe
militar del 11 de septiembre de 1973 el ambiente se había puesto negro. Con el
toque de queda y las acciones de los militares que en jeps surgían en todas
partes la vida se había vuelto peligrosa. Cuando menos te lo esperabas el cañón
de una metralleta te apuntaba desde unos arbustos o un portal. Ruidos de
disparos y casi todos los días en el río Mapocho aparecían cadáveres y en otros
lugares, los amigos màs o menos de izquierda iban desapareciendo secuestrados o asesinados.
Eso ocurrió con Rodolfo Fernández Pondal, un periodista argentino muy amigo
mío, secuestrado probablemente por fuerzas de la marina. La represión se había convertido en una
auténtica caza a los partidarios de Allende. Y los corresponsales habíamos
empezado a tener problemas.
Un disparo de fusil había entrado en las
oficinas de Efe, por una de las cristaleras que daban a la calle Huérfanos. Impactó
en una pared, a escasos diez centímetros de la cabeza de Eduardo Pérez
Iribarne, un joven sacerdote jesuita, aficionado al periodismo que colaboraba
con nosotros. Pocos días después creo que yo sufrí un atentado.
Hacia las ocho de la mañana me dirigía
desde mi casa, situada en La Lucila, en la orilla del rio de La Plata, al
aeropuerto de Aeroparque, segundo aeropuerto de Buenos Aires. Un tramo de
ese camino pasa por la orilla del río.
Circulaba yo a bastante velocidad para alcanzar el vuelo que tenía que llevarme
a Montevideo. Volaríamos GIangiácomo Foa, corresponsal del “Corrirere della Sera”,
diario italiano, y yo, en representación de la Asociación de Corresponsales a interesarnos
por un compañero brasileño, miembro de la Asociación de Correspnsales
Extrangeros que había sido detenido en Montevideo por las autoridades militares
acusándolo de colaborar con los guerrilleros
Tupamaros.
Como digo, Iba yo circulando a bastante
velocidad cuando el auto se detuvo súbitamente y retrocedió hasta chocar, y
detenerse, contra una columna de la
entrada a un restaurante de los muchos que hay en ese lugar. Los llamados
“Carritos” de la Costanera. No sé qué le pudo ocurrir al auto para hacer
aquella maniobra. Bajé del coche y seguí caminando a pie hacia el aeropuerto,
ya muy cercano. Al cabo de un rato se detuvo a mi lado un automóvil. El
conductor, un hombre joven que vestía una cazadora de cuero, adivinando que me
dirigía al aeropuerto, se ofreció a
llevarme.
En Buenos Aires iba a sustituir al
anterior delegado, Ernesto Bonasso, un argentino, simpático y brillante como nadie, que fue
destinado a la oficina de Efe en Suiza.
# Llegué
a Buenos Aires una tarde del mes de junio de 1986, a la caída de una día apacible
y soleado. Me llamó la atención
en el aeropuerto de Buenos Aires, los bosques que lo circundan con árboles
dispuestos como plantados a mano y siguiendo unos croquis determinados.
Al segundo día de estancia en la ciudad,
Ernesto Bonaso nos invitó a cenar a Vicky, y a mí. Antes de cenar fuimos a
tomar unas copas a casa de unos amigos de los Bonaso . Se daba la circunstancia
de que la señora de la casa era la hija del primer delegado de Efe en Buenos
Aires, Mariano Perla. Esta señora me
miraba con insistencia hasta el punto de
hacérseme incómodo. Su marido, el anfitrión, no parecía muy tranquilo con
la atención que me prestaba su esposa.
Entones Ernesto dijo, dirigiéndose al
anfitrión: “Mirá Ignasio, lo que vos tenés que haser es disfrasarte de Couseiro”.
La carcajada que siguió fue general, mientras el pobre Ignacio se cubría de rubor.
(Seguirá)