lunes, 16 de febrero de 2015

RELATO 13: Regreso a casa

A partir del suceso de mi detención y liberación  los acontecimientos  se desarrollaron con relativa normalidad. Argentina y Chile se prepararon para  una guerra, que afortunadamente se suspendería en el último minuto. Estos dos países, que comparten una frontera de más de 5.000 kilómetros, siempre se miraron con cierta desconfianza, en virtud de sus largos límites, con incidentes menores a propósito de las fronteras.
Sin embargo persistía un viejo diferendo en el extremo sur del continente. En el Canal Beagle por la propiedad y la soberanía de unas pequeñas islas:  Nueva, Pictom y Lennox y un rosario de islitas que las rodeaban.
Pues bien, por la soberanía de ese escaso territorio insular, Argentina  Chile estuvieron a punto de ir a la guerra. Se hacían ejercicios de oscurecimiento, en las ciudades para “escapar“ a los posibles bombardeos del enemigo, se hacían minuciosos controles de personas para evitar la actividad de los posibles espías, y otros  más o menos similares.  Unos pasos que conducían, inexorablemente, a la guerra.
Hubo un último intento de los gobiernos de Santiago y Buenos Aires  de llegar a un acuerdo pacífico y recurrieron a la mediación del Vaticano, en noviembre de 1984.  El Cardenal Antonio Samoré  fue destinado por el Papa Juan Pablo II como mediador entre los dos países.
 EL día 29 de noviembre de 1984 decidimos en mi agencia darnos una cena de fin año. Y fuimos a comer a un chiringuito llamado “Hijos de Siero y Noreña” asturiano, famoso por sus fabadas. Era a la vez la sede social de los descendientes de los asturianos inmigrados al país.
    Al día siguiente me enteré de que poco antes de las doce horas de la noche anterior, las tropas de los dos países habían recibido la orden de suspender el        comienzo de las operaciones, previstas para la medianoche. EL Vaticano había logrado que los dos países firmasen el “Tratado de Paz y Amistad” que ponía fin a tensión bélica entre  Argentina y Chile.
Las gestiones del Cardenal Antonio Samoré  habían logrado  salvar a Chile y Argentina de una guerra que se presumía que habría de ser muy cruel y sangrienta. También me había salvado a mí de una mancha negra en mi expediente profesional.  El comienzo de la guerra me hubiera cogido a mí y a todo mi brillante equipo en una cena muy festiva y en la posterior ronda de copas, totalmente ajenos a nuestra obligación de pasar las noticias tan pronto como sucedían.
Días después fuimos Vicky y yo por última vez al “Viejo almacén” a escuchar tango, y especialmente al gran Edmundo Rivero que, como siempre, cantaba y reinaba en la vieja catedral del tango de Buenos Aires, cerca del barrio de La Boca   .  
Ya nos habíamos hecho a la idea de que teníamos que  poner fin a  nuestro  periplo latinoamericano. Teníamos que abandonar Argentina  después de nueve años, toda una vida. Y emprender el camino del regreso pasando por Brasil, mi nuevo destino.                     
 En Argentina habíamos pasado los momentos más alegres y más tristes (trágicos) de nuestra vida. En Buenos Aires habían nacido tres de mis seis hijos. Y habíamos perdido a uno, Albertito, de poco más de dos años de edad, ahogado el día    tal del cual en la piscina  de casa. Albertito había nacido en Santiago de Chile. EL dolor más desgarrador que  una persona puede experimentar.
Yo no podía aceptar que la desaparición de mi hijo menor era “para siempre”- Que frase tan brutal, inhumana, era ese “para siempre”- No volver a verlo “Jamás”. Eso es lo más brutal de la muerte. En mi desesperación invoqué a Dios y al Diablo, No obtuve respuesta. Nadie contestó: su desaparición era “para  siempre”-
En Buenos Aires habíamos tenido a nuestros mejores amigos, Jaime Valdés   y Máxima, su mujer.  ChiIenos, él era Agregado de Prensa de la embajada de Chile en Argentina.  Moriría años después, En su Chile, a causa de una leucemia.
En Rio  de Janeiro estuvimos residiendo menos de un año, una estancia precaria ya que me barruntaba que pronto regresaríamos a Madrid, a casa.
Una tarde, poco después de haber almorzado, recibí una llamada telefónica de Madrid. Era Coral, la secretaria del Presiente de la Agencia, el gran Luis María Anson, a quien había aprendido a respetar,  a  admirar y a querer.
  Anson me dijo que ya había tenido mucho tiempo de carrera en América (de 1968 a 1982) Que  era hora de ir pensando en regresar. Y que había pensado en mí para nombrarme Director de Internacional  de la Agencia. Era un ascenso que yo, raramente, pensaba que podría ocupar. Disimulé mi sorpresa y mi contento y acepté, naturalmente. Iba a sustituir a José Luis García Gallego, un hombre muy respetado y muy querido por su redacción. Y por mí.  Era muy,  muy amigo mío, a quien quería como a mi padre.        
En mi cargo de Director de Internacional pasé toda clase de vicisitudes. Fui también en ese tiempo Director de Mercado Exterior (ventas) y por segunda vez director (corresponsal) de las delegaciones en México y en Argentina.       
Por cierto durante nuestra segunda estancia en México, tuvimos la oportunidad de ejercer de padrinos de la hija de Carlos Ferreira y Malena, con quienes habíamos convenido, 15 años antes, ser padrinos mutuos, ellos de mi hijo José Antonio, que nació en México, y nosotros de su hija, Anita. Que grandes amigos, los Ferreira, que habían esperado quince años a que nosotros volviéramos a México para bautizar a su hija.
Tras nuestro segundo paso por México y Argentina regresamos ya,  definitivamente a Madrid. Era 1982 y aquel año se celebraron elecciones generales  que ganaría Felipe González.  La victoria de los socialistas nos hizo presumir a todos los integrantes de Efe que a Luis María Anson le quedaba poco tiempo  como Presidente de la Agencia. Efectivamente fue así: el nuevo gobierno decidió sustituirlo por  Ricardo Utrilla, un hombre que no me fue simpático.
En la última reunión de directores que tuvimos con Luis María Ansón, antes de su relevo, me dijo algo que me sorprendió muchísimo y me llenó de gratitud para con el rey Juan Carlos.
Dirigiéndose a mí, Ansón dijo:
-Ahora que ya nos despedimos, quiero decirle Coceiro, algo que ignora.  Es a Su Majestad el Rey, don Juan Carlos, a quien  debe su libertad en Argentina. Yo en cuanto supe de su detención me dirigí a él pidiéndole su intersección ante los miembros de  la Junta de Argentina. EL habló con el Almirante Emilio Masera, y por eso fue liberado usted.  

FIN.