lunes, 16 de febrero de 2015

Relato número 8. Buenos Aires y los argentinos

Cuando llevaba tres años en Chile  (en 1986) desde Madrid  decidieron  trasladarme a Buenos Aires como Delegado o jefe de la oficina. Recibí la noticia con enorme                                                                                   satisfacción. Argentina era la principal delegación de América, junto con Estados Unidos y México. Encontré un país tan sofisticado como complejo.
       Me fui con mucha pena por dejar Chile, un pueblo muy querido que se me había hecho entrañable y partí para Buenos Aires.

      Las cosas se habían vuelto radicalmente complejas en Santiago. Tras el golpe militar del 11 de septiembre de 1973 el ambiente se había puesto negro. Con el toque de queda y las acciones de los militares que en jeps surgían en todas partes la vida se había vuelto peligrosa. Cuando menos te lo esperabas el cañón de una metralleta te apuntaba desde unos arbustos o un portal. Ruidos de disparos y casi todos los días en el río Mapocho aparecían cadáveres y en otros lugares, los amigos màs o menos de izquierda iban desapareciendo secuestrados  o  asesinados. Eso ocurrió con Rodolfo Fernández Pondal, un periodista argentino muy amigo mío, secuestrado probablemente por fuerzas de la marina.  La represión se había convertido en una auténtica caza a los partidarios de Allende. Y los corresponsales habíamos empezado a tener problemas.
               Un disparo de fusil había entrado en las oficinas de Efe, por una de las cristaleras que daban a la calle Huérfanos. Impactó en una pared, a escasos diez centímetros de la cabeza de Eduardo Pérez Iribarne, un joven sacerdote jesuita, aficionado al periodismo que colaboraba con nosotros. Pocos días después creo que yo sufrí un atentado.
        Hacia las ocho de la mañana me dirigía desde mi casa, situada en La Lucila, en la orilla del rio de La Plata, al aeropuerto de Aeroparque, segundo aeropuerto de Buenos Aires. Un tramo de ese  camino pasa por la orilla del río. Circulaba yo a bastante velocidad para alcanzar el vuelo que tenía que llevarme a Montevideo. Volaríamos GIangiácomo Foa, corresponsal del “Corrirere della Sera”, diario italiano, y yo, en representación de la Asociación de Corresponsales a interesarnos por un compañero brasileño, miembro de la Asociación de Correspnsales Extrangeros que había sido detenido en Montevideo por las autoridades militares acusándolo de colaborar con los guerrilleros  Tupamaros.
       Como digo, Iba yo circulando a bastante velocidad cuando el auto se detuvo súbitamente y retrocedió hasta chocar, y detenerse, contra una columna de  la entrada a un restaurante de los muchos que hay en ese lugar. Los llamados “Carritos” de la Costanera. No sé qué le pudo ocurrir al auto para hacer aquella maniobra. Bajé del coche y seguí caminando a pie hacia el aeropuerto, ya muy cercano. Al cabo de un rato se detuvo a mi lado un automóvil. El conductor, un hombre joven que vestía una cazadora de cuero, adivinando que me dirigía al aeropuerto, se ofreció  a llevarme.                         
     En Buenos Aires iba a sustituir al anterior delegado, Ernesto Bonasso, un argentino,   simpático y brillante como nadie, que fue destinado a la oficina de Efe en Suiza.
    # Llegué a Buenos Aires una tarde del mes de junio de 1986, a la caída de una  día apacible  y soleado.  Me llamó la atención en el aeropuerto de Buenos Aires, los bosques que lo circundan con árboles dispuestos como plantados a mano y siguiendo unos croquis determinados.                                             
       Al segundo día de estancia en la ciudad, Ernesto Bonaso nos invitó a cenar a Vicky, y a mí. Antes de cenar fuimos a tomar unas copas a casa de unos amigos de los Bonaso . Se daba la circunstancia de que la señora de la casa era la hija del primer delegado de Efe en Buenos Aires, Mariano Perla.  Esta señora me miraba con insistencia hasta el punto de  hacérseme incómodo. Su marido, el anfitrión, no parecía muy tranquilo con la atención que me prestaba su esposa.
      Entones Ernesto dijo, dirigiéndose al anfitrión: “Mirá Ignasio, lo que vos tenés que haser es disfrasarte de Couseiro”. La carcajada que siguió fue general, mientras el pobre Ignacio  se cubría de rubor. 
                 (Seguirá)